La muerte de Manuel Fraga es para mí dolorosa y amarga, porque la parte más importante de mi personalidad se forjó a su lado, primero a favor y después en contra. Mi ruptura con su tutela absoluta e inflexible se hizo con enorme estrépito y elevados costes. Y el cariño personal que siempre nos tuvimos no fue suficiente para restañar, en un cuarto de siglo, las graves heridas que nos infligimos. Por eso debo confesar que, si a todo el mundo le va a resultar difícil valorar su vida y su obra, llenas de contrastes y desmesura, para mí puede ser una tarea imposible, ya que tanto necesito huir de la alabanza formal y estereotipada, que solo se sostiene en el acto breve de la muerte, como de la crítica estéril que puede reflejar desacuerdos y retesías que, por más profundos que sean, deberían agotarse en el breve ámbito de nuestra relación personal. Y por eso trataré de ser, más que nada, justo.
Manuel Fraga fue un hombre más devoto del poder que de la política. Y fue el ejercicio del poder el que inspiró ?y no al revés? su ideología conservadora y su relativista visión del Estado. Por eso creo que su figura pública ?siempre le gustó ser descrito como «genio y figura»? ocupó más espacio e hizo más ruido del que fue capaz de fecundar con su obra política y con el estilo de pensar que pervive en el tiempo. Claro que él era consciente de ese desequilibrio, que cultivó sin reservas, y por eso trató la dictadura y la democracia como si fuesen dos escenarios posibles y circunstanciales, sin creer nunca que para entrar en una había que renegar de la otra.
Tratando de ser el más grande, quería escribir más libros que nadie, sin importarle nunca cuál era su destino. Quería servir al Estado dedicándole más horas que nadie, haciendo más kilómetros que nadie, presentándose a más oposiciones y ganando más elecciones que nadie, y dejando más huellas de su poder de las que nadie hubiese dejado jamás. Y obsesionado por eso ?por madrugar, cansarse y masacrar su salud al servicio de lo público? nunca afinó demasiado su propia sinfonía. Por eso fue tan idolatrado por los que vieron en él una representación del poder (la orden cortante y siempre perentoria, ciegamente obedecida), y tan poco comprendido por los que creen que la política es una labor colectiva hecha de convicciones, consensos y valores.
A Fraga le sobraba autoridad, y le faltaban sosiego, humanidad y estética. Por eso abundó más en subordinados que en amigos, y en anécdotas de consumo diario que en lecciones magistrales transferibles a las siguientes generaciones. De lo cual deduzco que el recuerdo de Fraga se va a llevar muy mal con la historia, y que va a durar mucho más el cariño que le tuvimos sus pocos amigos que el miedo que le rendían sus innúmeros subordinados. Porque si algo es la muerte es el fin del poder.