Unos padres y su hijo adolescente se encuentran en una tienda de exposición y venta de motocicletas, mirando entre los diferentes modelos para adquirir una. El empleado, que se encuentra cerca, puede escuchar esta frase dirigida por los primeros a su hijo: “ya sabes que, a partir de cuatro suspensos, elegíamos nosotros el color”. Esta anécdota, que parece ser cuenta el conocido juez de menores de Granada, Emilio Calatayud, muestra un caso extremo, el de unos padres que –por las razones que sean, no se trata de juzgarlos- carecen ya de la mínima autoridad para educar a su hijo, el cual se encuentra en una edad de por sí difícil y está a punto de entrar en la sociedad adulta, presumiblemente con unos conceptos infantiles que debería haber abandonado hace tiempo: que los premios llegan sin esfuerzo y que tiene derecho a casi todo a cambio de casi nada.
Quizá el verano sea un buen momento para hablar y pensar relajadamente sobre educación aunque no haya colegio, o precisamente porque no lo hay, ya que los verdaderos responsables de la educación son los padres, y no los centros de enseñanza. La patria potestad, en su moderna concepción, ya no es, como antiguamente, un poder del padre (una potestad) sobre el conjunto de la familia y por tanto renunciable por aquél. Ahora es un derecho-deber, más lo segundo que lo primero, intransmisible, irrenunciable e imprescriptible. Se acentúa en su ejercicio la función social de la institución, de misión encomendada a los padres por el conjunto de la sociedad para que les entregue personas adultas intelectual y moralmente, formadas y maduras, que contribuyan a hacerla más fuerte, más próspera, más compasiva. Mejor.
En otro post escribí que de esta crisis -económica, social, política, ética- saldremos como de todas las anteriores, pero que tan importante como el cuándo, es el cómo vamos a salir. Cunde una cierta impresión de que está totalmente fuera de nuestro control como ciudadanos la resolución de la misma, de modo no podemos influir en ella salvo por medio de acciones extremas: manifestaciones, acampadas, tomas de calle, o la reciente y berlanguiana “toma del carrito del Mercadona”. No creo que sea así, sin embargo. Uno de los aspectos menos comentados de la crisis es su devastador efecto en la autoestima de la población, en especial para aquellos que han perdido mucho. A veces, cuando como notario formalizo una escritura de dación en pago en la que un matrimonio entrega el inmueble al banco por no poder pagar la hipoteca, se percibe en ellos no solamente la lógica tristeza por desprenderse de algo que con tanta ilusión habían adquirido, sino algo muy parecido a la vergüenza de ser castigados por haberse portado mal, por haber fracasado, e incluso con la creencia de que los que estamos presentes compartimos esa impresión. Y no son pocas la ocasiones en las que cuando creo detectar ese sentimiento, me elevo de la frialdad propia del documento jurídico para transmitirles que lo único que ha salido mal es un contrato y que han cumplido conforme a la ley al soportar sus consecuencias y perder el inmueble, por lo que ya no hay deuda ni con la entidad bancaria ni con la sociedad, de modo que no deben permitirse este tipo de sentimientos negativos, tan injustos como falsos.
Un lenitivo para estas emociones negativas puede ser esta cadena de pensamientos: ni los mercados, ni las agencias de calificación, ni el BCE, ni los agoreros de la crisis, tienen la facultad de formar las mentes y el carácter de los ciudadanos del mañana, es un terreno vedado para ellos, somos los padres los que conservamos esta facultad, este arma de futuro. Implicarse a fondo en la educación de ciudadanos libres, responsables, solidarios y conscientes, es una contribución real, eficaz y valiosa, a medio plazo, para superar la actual depresión; probablemente es la más importante a la que podamos dedicarnos, si bien no la más espectacular. Al mismo tiempo, ser más conscientes de que en nuestras manos está el hacer algo concreto, de que tenemos un deber ético que cumplir con ellos y con la sociedad, y un derecho a que nuestros hijos no sean invadidos por la desesperanza, la rabia, el nihilismo, el consumismo o la mediocridad moral (y estar dispuestos a emplearnos a fondo para impedirlo) tiene un poderoso efecto regenerador. La educación de nuestros hijos se revela en estos momentos, pues, como benéfica fuente de tres caños: es un ámbito no contaminado por las convulsiones de la crisis, un refugio personal -si se quiere llamar así- cuando tantas cosas parecen desmoronarse; es una forma de superar aquélla, haciendo a nuestros hijos mejores de los que somos nosotros, y, también, es nuestra tabla de salvación a la que subirnos para mejorar nosotros mismos y con ello aumentar nuestra propia consideración. Tres caños necesarios, que haremos bien en procurar que manen abundantemente.
No es el momento de exponer aquí, post de reflexiones veraniegas, en qué habría de consistir esencialmente esa educación- ni yo tengo en absoluto los conocimientos ni la capacidad para ello-, pero sí me atrevo a humildemente a compartir la concepción de Pitágoras: educar no es dar carrera para vivir, sino templar el alma para las dificultades de la vida. Qué sencilla, certera y bella frase pero qué difícil tarea. Rudyard Kipling lo dice de forma más extensa pero no menos hermosa en su conocidísimo poema “Si”. Es un manual de educación en solamente 32 versos: Si todos los hombres cuentan contigo pero ninguno demasiado…si puedes confiar en ti mismo cuando los demás dudan de ti/ pero al mismo tiempo tienes en cuenta su duda…si puedes soportar el escuchar la verdad que has dicho…
Estimo imprescindible hacer una autocrítica si queremos asentar sólidamente la tarea de educar. Todos, o casi todos, hemos sido a lo largo de estos últimos años como el adolescente de la tienda de motos, que recibe más de lo que merece, premiado por no hacer nada de lo que estaba obligado, aunque, quizá, como lo ocurre a él, no toda la culpa sea nuestra sino que parte es producto de una mala educación social. En nuestras manos está el evitar que nuestros hijos pasen por esta adolescencia.
O, por decirlo de otra manera, vamos a trabajar para impedir que en el futuro nos vendan más motos, sean del color que sean.