Algunas veces, pocas, la vida es justa. Algunas veces, poquísimas, el azar decide apostar por nosotros, salvarnos cuando está a punto de sonar la campana. Las cosas se han puesto tan feas, que este año necesitaba las vacaciones más que nunca. Harta de escribir columnas tristes, harta de crisis, harta de jueces, harta de injusticias, de arbitrariedades y de juego sucio, necesitaba descansar de mí misma, del súbito pesimismo que se burla cada mañana de mi optimismo congénito.
Y sin embargo, estando así las cosas, llegaron 10 chicos con una camiseta roja y un portero enamorado, que para los penaltis como si la Virgen pretendiera robárselo a su novia. Después del primer partido, nadie daba un euro por ellos. Parecían la imagen misma de su país, el nuestro, de nuestra economía, de nuestra deuda pública, de nuestra contradictoria y atormentada identidad. Iban de ganadores, y perdieron. A partir de aquel momento, les tocaba perder, pero ganaron, y ganaron, y ganaron, y volvieron a ganar, y tan bajos como son, como somos, empezaron a colarle goles por la escuadra a porteros de dos metros.
Primero fue la incredulidad. Después, y eso es lo emocionante, ha sido la sonrisa. Durante unas semanas, hemos vuelto a sonreír. Hace muchos años que no estábamos peor, pero hace muchos años que no estábamos mejor, y el fútbol no arregla nada, no resuelve los problemas, no despeja el negro horizonte del porvenir que nos espera, pero le ha devuelto la alegría a este país. La alegría ni se fabrica ni se negocia, y es tan cara que no puede comprarse con dinero. Por eso es preciso disfrutarla, paladearla lentamente, dejar que la boca se impregne con su efímera y omnipotente dulzura. Gracias, Roja. Porque hoy somos ricos, porque somos poderosos, porque somos los mejores, sin dejar de ser tan bajos como nosotros mismos. Gracias por la alegría.